Historia
Cuando se formaron los Pirineos y el Macizo Central hace dos millones de años, los ríos Dordoña y Garona arrastraron a su paso sendos depósitos aluviales que acabarían confluyendo.
A lo largo de los siglos, esta unión ideal de fuerzas creó suelos de grava, depositados aquí como en ningún otro lugar. Esos suelos que se remontan a la era cuaternaria han hecho de Pauillac un terroir mítico capaz de soportar las condiciones más extremas, incluso en estos tiempos de cambio climático.
Sus gravas y arcillas regulan el agua que inunda o se escurre, absorbiendo, empapando, sosteniendo, apretando o aflojando, aliviando y liberando, para nutrir, sin excesos, el suelo del que forma parte.
Hace cuatrocientos años, los agricultores ya sabían que, a pocos pasos, el subsuelo era diferente y que, un poco más allá, su textura era más ligera e incluso más fina. Es precisamente ahí donde se formó una colina (a la que los lugareños llamaban «La Hite» en su dialecto gascón) y que más tarde dio nombre a Lafite.
Con el paso de los años, la casa que mira a esta colina se hizo más grande y una enredadera de glicinas trepó por sus muros para ver pasar a generaciones de familias para las que la conservación de este ecosistema siempre ha sido la máxima prioridad.
Hace ciento cincuenta años, la baronesa Betty, esposa del barón James, plantó los enormes robles que separan sus viñedos de los humedales. Ellos, sus hijos y nietos, así como las familias de viticultores que se unieron a ellos, trabajaron con precisión para proteger esta composición absoluta que la naturaleza les legó. Pusieron un inmenso cuidado en preservar este microcosmos formado por bosques y humedales, por fauna y flora, en cuyo corazón florecen, en esta ósmosis casi salvaje, las vides de Château Lafite Rothschild.